Texto: Salmo 32
Cuando el pecado no es confesado, causa más problemas en la vida: el nerviosismo, la ansiedad, el mal genio, la insomnia y aflicciones físicas. La solución no está en tratar a los síntomas, los problemas causados por el pecado, sino en confesar el pecado. ¿Para qué vas a ir a un consejero o psicólogo cuando él tiene más problemas que tú y su interés principal es tenerte como cliente que paga? Mejor ir directamente al Señor, pues el psicólogo no puede decirte: “tus pecados te son perdonados”.
Cuando el pródigo pecó y se alejó todo le iba bien al principio. Pero luego, no, y se fue bajando y sufriendo hasta que al final tocó fondo, se volvió en sí, reconoció su pecado y locura, y confesó su pecado contra Dios y su padre. Sólo entonces tenía alivio.
David, cuando pecó con Betsabé, al principio pareció que lo había encubierto bien. Pero Dios lo iba apretando y afligiendo hasta que al final confesó su pecado. Cuando así hizo, Dios le perdonó al instante, pero vino la consecuencia de la muerte del niño (2 S. 12:13), y sufrió después a causa de otros hijos.
Hermanos, de eso debemos aprender que el pecado no confesado es como andar con una piedra en el zapato, es andar mal, es incómodo y duele. Hay que parar y quitarlo, porque si no, no puede seguir. Tristemente algunos por no quitar el pecado, por no humillarse y reconocer su error, prefieren ser cojos el resto de la vida.
Dios invita a todos a buscar la liberación (vv. 6-7). El Señor quiere hacernos entender, pero en lugar de entender las cosas como realmente son, como Dios las ve, queremos que Dios nos entienda – queremos explicarnos y justificarnos en lugar de arrepentirnos. Dios quiere que seamos sensibles, no como mulos.
Los impíos tendrán dolor multiplicado, pero el Señor corrige y hace volver a los Suyos. El pecado no confesado trajo el castigo sobre David, y luego sobre la nación de Israel durante muchos años. Pero al final hubo confesión de parte de hombres piadosos como Daniel, Nehemías y Esdras que confesaron los pecados de la nación. Entonces el Señor se dispuso a perdonar y bendecir. Él no perdona a los que no se humillan para confesar su pecado. El perdón es para los de corazón contrito y humillado (Sal. 51:7).
Conviene, hermanos, que aprendamos una lección fundamental acerca de la confesión del pecado. Como en un juicio civil, hay que nombrar el delito – así también con Dios. Hay que confesarlo, como decimos, “con nombre y apellidos”, eso es, llamando al pecado claramente por su nombre. No “perdona mis pecados”, echando todo en un saco. Tampoco cosas como “si he ofendido en algo, perdóname”. Esto no vale. No, sino nombra qué has hecho: mentir, robar, engañar, ser obstinado, ser desleal, fornicar, deshonrar, etc. etc. Te atreviste a pecar, pues ten valentía para confesarlo sin rodeos. El crimen se nombra claramente en el juicio, ante el juez, y los pecados deben nombrarse claramente en confesión ante Dios (1 Jn. 1:9). Así hizo David aquí y en el Salmo 51, y Dios le perdonó.
En cambio, cuando Acán había pecado (Jos. 7), lo encubrió y no lo confesó. Además hizo cómplices a los de su casa. Afectó a todo el pueblo, porque Israel sufrió y no tuvo victoria sino derrota. ¿Cuántas familias e iglesias tienen problemas por personas que encubren pecado? Con Acán, él tuvo que confesar lo que había hecho, aunque tristemente sólo lo hizo bajo obligación cuando ya había sido nombrado por Dios. Pero confesar su pecado, nombrarlo claramente, era dar gloria a Dios, y por tocar el anatema lo tuvieron que erradicar.
A veces pasa hoy también que los evangélicos no tienen poder ante el mundo ni pueden ver conversiones a penas, porque hay pecado no confesado en el campamento. No hay humildad, santidad, limpieza y perdón, y así Dios no los puede bendecir. Puede comenzar mil programas y actividades especiales y ofrecer grandes sacrificios, pero nada aprovecha. Hay que confesar y apartarse del pecado.
de un estudio dado por Lucas Batalla el 16 de mayo, 2013