Texto: Génesis 12.1-10
Abraham fue el primer hombre después de Noé a quien Dios se manifestó. Vivía en Ur de los caldeos, y no conocía a Dios. Pero Dios intervino en su vida y se dio a conocer. En Hechos 7.2 Esteban dijo: “El Dios de la gloria apareció a nuestro padre Abraham, estando en Mesopotamia, antes que morase en Harán”. No apareció a nadie más en la familia sino solo a Abraham. Génesis 11.31-32 informa que Abraham estuvo con sus parientes en Harán, y Génesis 12.1 añade: “Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré”. Al principio no hizo lo que Dios dijo, pues como con muchos de nosotros, parece que la familia hace competencia con la Palabra de Dios. Abraham fue llamado a salir y sacrificar tres cosas, para conocer la tierra que Dios le quería mostrar. Tendría muchas preguntas, pero Dios no le explicó más. Era una cuestión de fe. Le mandó salir de su tierra, su parentela y la casa de su padre. Hebreos 11.8 informa que “Por la fe... salió sin saber a dónde iba”. Lo más importante es saber lo que Dios dice, y confiar en Él.
En Génesis 12.2-3 leemos las promesas que Dios hizo unilateralmente a Abraham: nación, engrandecimiento, bendición, y la maldición de sus enemigos. Esas importantísimas promesas todavía son operativas, pues Dios no ha desechado a Su pueblo, y muchos antisemitas han sido castigados por Dios.
El verso 4 nos presenta el siguiente problema: Lot. Dios especificó que dejara su parentela, pero su sobrino “Lot fue con él”. Abraham tenía 75 años cuando salió, y Lot no era un niño que necesitaba cuidado. A veces por sentimentalismo o una idea errónea de compasión hacemos algo que Dios no quiere. A la larga esa decisión iba a traer más problemas. Lo que Abraham dijo luego a Lot (Gn. 13.9), tenía que haberselo dicho cuando salió de Harán.
El verso 5 comenta que Abraham emprendió su viaje con Sarai, Lot, los bienes y las personas adquiridas en Harán (criados). Entraría desde el noreste, y la primera parada en la tierra de Canaán fue en Siquem, ante un gran árbol conocido como el encino de Moré (v. 6). Ahí Dios se le apareció por segunda vez, y le prometió: “A tu descendencia daré esta tierra” (v. 7). Fue otra promesa incondicional. Entonces, en este lugar Abram edificó su primer altar. El altar era para sacrificio, adoración, oración – invocando a Dios, y testimonio. No había ninguna imagen. Los cananeos tenían sus ídolos, pero Abram no tenía ninguno. Probablemente fue el primer altar a Dios en la tierra de Canaán.
Siguió viajando hacia el sur (v. 8) y llegó a Bet-el. Plantó su tienda entre Bet-el y Hai, edificó su segundo altar “e invocó el nombre de Jehová”. Los cananeos, descendientes de Cam, no adoraban al Dios verdadero, así que la presencia y actividad de Abraham, descendiente de Sem, era un testimonio.
Abram viajó más al sur, y llegó al Neguev (v. 9), la parte árida de Israel. No hizo altar en el desierto. El verso 10 informa que hubo hambre en la tierra, y vemos otro error de Abram. Se dejó guiar por las circunstancias, por su lógica, o por su estómago, sin consultar a Dios, y se fue a Egipto para morar. Dios no lo mandó a Egipto. Siglos más tarde Elimelec cometió ese error cuando fue a Moab.
Los versos del 11 al 20 se ocupan del tiempo de Abram en Egipto. Observamos que no edificó altar en Egipto, y es perjudicial vivir donde no hay altar. En nuestros tiempos los creyentes cometen el mismo error cuando guiados solo por su estómago, se mudan a lugares donde no hay congregación ni testimonio. Así que, en Egipto Abram y Sarai engañaron a Faraón y sin saberlo pusieron en peligro el linaje patriarcal y mesiánico. Estaba fuera de la voluntad de Dios, porque no confiaba en Él para proveer y para guardarles. Dios quiere que siempre confiemos en Él y le permitamos guiar nuestros pasos. Pero Abram, motivado por el temor del hombre (Pr. 29.25), no por fe en Dios, quiso que Sarai dijera una mentira (vv. 13-16). No es un proceder de fe ni de santidad. Dios nunca miente y nunca nos da permiso a mentir. No digamos “media verdad” porque la otra mitad es mentira. Cuando sube la carne baja la vida espiritual. Cuando Dios hirió con plagas a Faraón y su casa (v. 17), y le hizo saber por qué, ese pagano rey de Egipto reprendió al patriarca. Digamos que vino a Abraham la palabra de Faraón: “¿Qué es esto que has hecho conmigo?” (v. 18). Es especialmente vergonzoso cuando el impío reprende al creyente por sus hechos. Seguramente le dolió la reprensión de Faraón, y le hizo pensar: ¿Qué hago yo en este lugar? A veces tiene que haber una humillación grande, para que demos media vuelta. Primero Abram tuvo que salir de Ur de los caldeos, y luego tuvo que salir de Egipto. Los creyentes podemos equivocarnos, y de hecho lo hacemos. Pero al ver nuestro error, debemos recordar a Abram y reaccionar como él. No discutió con Faraón, ni dio excusas. Fue sensible, aprendió y tomó medidas para corregir la situación. Subió de Egipto y volvió a la tierra que Dios le prometió (Gn. 13.1-3), el lugar del altar que edificó.
Aprendemos la importancia de seguir implícitamente las instrucciones divinas y permitir siempre que Dios guíe nuestros pasos. No pongamos al país o la parentela antes que Dios. No vayamos a vivir lejos del altar. No seamos guiados por el temor del hombre, ni digamos la verdad a medias. Sean nuestras las palabras de un himno que dice: “Cerca de ti Señor, quiero morar”, y las de otro himno que dice: “Me guía Él, con cuanto amor me guía siempre mi Señor”.
De un estudio dado por Lucas Batalla, 26 junio 2022